Una mezcla profunda y desbordante de olores entre cempasúchil, mezcal, vísceras y pólvora, así como una sutil reminiscencia a bloqueador solar por los extranjeros que abundan de visita en estos sitios fue el impacto sensitivo que en primera instancia detecté en el ambiente. Nos encontrábamos en la tradicional muerteada del barrio del panteón en San Agustín Etla, Oaxaca.
Los vivos preparan una gran fiesta y lo hacen con bastante anticipación, meses antes ya empieza a sonar frecuentemente entre los locales la palabra muerteada, esa tradicional celebración que ensalza la vida y la muerte, donde el descanso de los difuntos es anualmente interrumpido con fulgor. Días antes el aire ya se encuentra impregnado por una intensa sensación homogénea de nostalgia, expectación y entusiasmo.
Los niños van por las calles a todas horas haciendo tronar el chicote, especie de látigo de cuero hecho en casa que produce un estruendo fuerte y agudo que hasta no presenciarlo llegue a pensar que se trataba de pirotecnia.
La tradición consta de un principio elemental que es la comparsa y esta a su vez de tres elementos básicos: los muertos, la música y los disfraces. Todo esto aglutinado en un inmenso desfile o procesión que a punta de banda recorre todo el pueblo mientras va haciendo paradas intermitentes en algunas de las casas que fueron previamente seleccionadas y que servirán como punto de intervalo para aquel gentío reunido para el gozo y el exceso. Los que logran ocupar un lugar entre los extensos patios de estas recepciones, son agasajados con una gran variedad de platillos típicos y el infaltable mezcal. Se les canta a los difuntos de la familia, quizá la pérdida reciente de algún ser querido sea el requerimiento para ser parada de la procesión, aunque esto es pura especulación.
Una atmósfera onírica surrealista de los estratos simbólicos más profundos generaba a través de mis ojos sensaciones que oscilaban entre la pesadilla y lo fantástico.
Un conjunto musical incansable de más de 15 elementos llamado la Misteriosa que en dinámica serenata recorrió las calles con sus melodías y que alrededor de 13 horas no paró de tocar salvo para tomar mezcal o comer los platillos que los anfitriones ofrecían sin reserva alguna.
No exagero al decir que el efecto en general era como si el inframundo hubiese escalado algunos planos de la existencia para fundirse en una sola experiencia con el mundo de los vivos a través de esta fiesta intensa, satírica y a la vez solemne de la que al menos un millar de personas, la mayoría sin saber a ciencia cierta qué sucedía, formamos parte.
En la tradicional muerteada no se escatima en nada y los disfraces no son la excepción, aquello me remontaba a un ritual negro africano, con el principio de que las máscaras entre más grotescas sean mejor cumplen la función de ahuyentar a malos espíritus. Estos atuendos iban desde los más sencillos como una máscara de látex que puedes conseguir en cualquier mercado hasta complejas simulaciones de deformaciones, exposiciones óseas, trajes adornados con viseras animales frescas que de vez en vez desprendían gotas de sangre a la tierra como si de algún antiquísimo ritual se tratara; todo tipo de cráneos, osamentas y cuernos, principalmente de chivo.
Dos de los que más llamaron mi atención fueron el de un tipo que simulaba tener la carne expuesta, con cadenas de acero colgadas de su cuello y un collar de corazones de cerdo que goteaban sobre su pecho y el piso sus fluidos. El otro tenía colocado en su espalda un zopilote embalsamado y en perfectas condiciones, que según su anécdota el mismo se había dado a la tarea de cazar mientras el ave se encontraba dormida en un árbol cercano a su vivienda. En su cuello portaba una orca simulando un collar y en su mano derecha una lanza en cuya punta suspendía una enorme lechuza disecada e íntegra que cayó en un lago para ponerle fin a su vida ahogándose y que recogió del agua después de presenciar el evento desde una pequeña colina. El individuo era por sí mismo un estandarte de la muerte y la oscuridad, una profunda penumbra envolvían su ser.
Un atuendo de vital importancia y tradición es un traje compuesto por un pantalón sostenido por tirantes y un saco cubiertos ambos completamente por cascabeles y que llegan a pesar hasta 70 kg. Con ellos se danza todo el tiempo que dura el ritual. Tuve la fortuna de ponerme un saco de 30 kg aproximadamente y danzar con él alrededor de una hora, pude entender que se trata de una especie de expiación. El sonido que se desprendía mientras saltaba al ritmo de La Misteriosa te va induciendo poco a poco hacia un estado alterado de conciencia donde tú te vuelves la música y ya en una danza automatista los cascabeles en lugar de hundirte te ensalzan, de forma intensa y profunda tanto el cuerpo como el espíritu . Una vez en esta fase todo ese peso parece no existir más.
La banda seguía sonando , la gente soñando despierta comenzaba a adentrarse en los abismos del alcohol y el trance colectivo era ya una realidad tangible. Conforme el tiempo iba transcurriendo y los sentidos expandiéndose la objetividad se distorsionaba; aquello parecía un mismísimo cuadro del Bosco, un jardín de las delicias, que como sabemos rebosa en imágenes aberrantes, oníricas e irreales, un río de muertos con múltiples causes.
El recorrido continúa entre las calles pintorescas y de abundante verde, por donde corre el agua entre las casas por acequias. Todo aquel que visita San Agustín entiende que este pueblo es sinónimo de agua.
Ciertas paredes están decoradas con pinturas murales temáticas elaboradas con el fin de plasmar portales que fortalezcan aquella esencia mortífera y que se preparan con bastante antelación y que conforme va pasando la noche parecen ir tomando vida. Existen dos elementos centrales en estas imágenes : la muerte y la música; el mensaje que se lee entre líneas y manchas es fuerte y claro: en Oaxaca se adora la fiesta y la muerte no es un impedimento para seguir celebrando y mover el esqueleto aunque sin carne ya se encuentre. Los colores son el negro, blanco y amarillo; oscuridad, huesos y flores.
El inframundo subió y se encontraba a ras de las casas; la muerte corría por dos ríos, el del agua y el de la multitud.
La experiencia estética que desencadenó en mí fue fuertísima. Este grotesco cúmulo de representaciones de seres subidos directamente de las tinieblas ya embriagados por el mezcal y aquel bullicio que era en sí la muerteada lucían ahora amigables, cercanos y confiables. Jamás sentí algo de semejante oscuridad tan íntimo , tan certero y al mismo tiempo confiable, en ese momento descubrí que estaba plenamente incorporado.
Cabe destacar que a pesar de haber tanta gente experimentando el exceso, en general se encontraban integrados y pacíficos. Aunque por prevención se cuenta con una guardia civil, en la que cada uno de sus integrantes, quienes son voluntarios va armado con una binza, que es una especie de látigo de materia orgánica. Conformada por dos largas tiras de tejido cavernoso de Toro, entrelazadas en forma de espiral, de consistencia sólida y al mismo tiempo flexible que puede medir hasta un metro de largo. Un dato curioso es que una binza está constituida a partir de un solo miembro bovino . Entonces, al que rompe el status quo de la fiesta es reprendido con un binzaso en las nalgas. A voz de quienes las portaban, pueden durar hasta una hora retorciéndose de dolor en el suelo y la marca que este impacto deja puede perdurar por meses. Interpreto lo que representa el ser golpeado por este fuste: la recepción de dos golpes; el físico, claramente y el simbólico por haber sido herido por un pene de toro en la retaguardia; el dolor, me imagino, debe llegar hasta la moral.
Conforme el alcohol continúa deshidratando aquellos cuerpos, la lengua empieza a aflojarse, el resultado es una serie de cantos en verso que en tono de lamento y arrastrando las palabras se lanzan uno contra uno en la muerteada. Se improvisan in situ y como si de una batalla de rap se tratase los cantan unos a otros en forma de duelo y el contenido de esos cánticos parecen ser reclamos personales donde no solo el oponente es evidenciado sino también su familia y amigos; entre más pasaban las horas menos tacto había para decirse sus verdades, esto parecía simular un juicio.
Aquí un ejemplo de un verso lanzado en contra de la banda que ponía las notas en el festejo mientras consumían tranquilamente un caldo de camarones en la casa de una familia respetada del pueblo en cierta parada de la comitiva:
Trajeron a la misteriosa
dijeron que las podía
Se me hace que este año
Es debut y despedida
Después de aproximadamente 13 horas, de música, cantos, gritos, mezcal en grandes cantidades, las dos comparsas del pueblo con su procesión y su banda respectivamente, confluyen en un mar de gente en una zona llamada “el portón”, un cruce de 2 calles principales que comunican al barrio de abajo y al de arriba de San Agustín.
Son las 10 am y casi la mitad de los asistentes extranjeros o foráneos regresaron a Oaxaca y otros tantos se fueron quedando tirados por las calles que la procesión recorría. Algún que otro obstinado era cargado por sus amigos mientras luchaba por abandonar los limbos de la borrachera.
El choque de bandas con su respectiva comparsa y el éxtasis total es lo que acontece antes de finalizar la muerteada, la apoteosis de aquel ritual, ya con el sol encima y los participantes tomando su segundo aire. Comienzan a tocar y esta impresión solo puede ser descrita como en mi interior se percibió: música, saltos , gritos, chiflidos, confeti, polvos de todos colores, destellos, cuetes y cuetones, cascabeles, chicotes haciendo estruendos por doquier, empujones, el espacio personal vuelto a nada y a todo. Centenas de personas viviendo la experiencia de una total armonía que fue trabajándose a lo largo de toda la noche, vivos y muertos celebrándose a tope.
Como todo al final muere, se terminó la fiesta y cada quien para su casa. Sin la música aquellos trajes parecían aún más pesados, mientras subían las calles empinadas parecían arrastrar tanto los pies como el cuerpo entero; el sol cada vez más cerca del zenit y aquellos que en la noche representaban muertos iban a guardarse a las sombras de sus aposentos para descansar con plena luz del día, eso, considero es el verdadero final de la muerteada, vivir al máximo y morir un poco aquello que sobra, una catarsis colectiva anual como si de una purga se tratara, no solo libera a los muertos sino también a los vivos.
Disfrutamos de esta surreal tradición al límite, que gracias a los habitantes de este mágico pueblo donde abunda el agua y la fruta, la hermandad y el respeto se ha logrado revivir año con año por incontables generaciones.
Gracias Oaxaca, su gente y lo que representan.
Texto por: Adán Bustillos
Fotografías por: Roberto Andrade