Texto: Björzh Z | Fotos: Jorge A. Hernández
Desde el mediodía del domingo que se anunció oficialmente la muerte de Juan Gabriel, una de las máximas figuras de la música y cultura mexicana, tres puntos geográficos han sido clave para presenciar las sentidas muestras de luto de sus miles de seguidores para un icono, como lo fue “Juanga”, la casa de Santa Mónica, California, lugar donde murió a causa de un infarto fulminante, su estatua en la emblemática Plaza Garibaldi en la Ciudad de México y por supuesto Cd. Juárez, en Chihuahua.
Es Juárez sin duda el sitio más ligado a la figura y carrera del cantante. Ciudad a la cual le dedicó emblemáticas canciones donde hablaba de su vida nocturna, de sus habitantes y del amor que le tuvo a esta comunidad fronteriza.
Es el recuerdo del Noa Noa el que duele, es el orgullo de ser de la frontera el que llena los ojos de lágrimas, es la nostalgia de vivir en Cd. Juárez -su Juárez- lo que hace venir a centenares de personas a las afueras de la casa que le había comprado a su mamá en la avenida 16 de Septiembre, y a la placa que conmemora el lugar donde era el bar Noa Noa en el centro de la ciudad.
Son los juarenses los que le lloran a su hijo adoptivo más querido, le cantan a uno de los cantautores más prolíficos de la música internacional, le aplauden al artista ya consagrado, veneran al divo, le prenden velas al estandarte que les demuestra que el sufrimiento y la malaventuranza tarde o temprano tiene recompensa.
En el ánimo de las personas se refleja el dolor de haber perdido a un familiar y es entendible, porque para los mexicanos la música de Juan Gabriel nos acompaña desde los momentos de fiesta y celebración hasta los más dolorosos e íntimos, ligando su voz y letra a nuestros sentimientos más esenciales.
Aquí no se trata del adiós de una leyenda o una figura inalcanzable, es Juanga – nuestro Juanga – el que se fue, el de los ademanes, de las frases, las borracheras y serenatas el que se ha vuelto ahora sí, literalmente: eterno e inolvidable.